Cuando nos miramos y, de repente, sólo
somos sombras de lo que fuimos.
El miedo había recubierto nuestros
cuerpos y también nuestras mentes. Intentábamos negarlo, vivíamos
y amábamos. Pero sin vivir y sin amar. Todo lo que éramos era tan
sólo un eco de lo que habíamos sido o de lo que podríamos haber
llegado a ser. No dábamos, no sentíamos. Porque estábamos
asustados.
Asustados de que volviera. De que
volviera el dolor, esa masa gris que se agarra a tu cuerpo y se
aferra a tus entrañas y no te deja ser.
Hay música que te deja ser. El jazz,
la música clásica. Te deja fluir, inmiscuirte en tus ilusiones y
viajar.
El dolor no te deja.
Te prohíbe.
Te encarcela para hacerte sumiso.
Sumiso de una manera, de un sistema, de una parodia. El dolor se
agarra a tu pecho y lo posee como a su tesoro más preciado. Y lo
separa de tí.
No te deja sentir, no con todo tu alma.
Y por eso éramos solo sombras, sombras
negras y raídas a las que el miedo al dolor les hacía caer en
picado al vacío.